viernes, 21 de noviembre de 2014

"Lluvia constante"

Sergio Peris Mencheta y Roberto Álamo. Foto: http://barcopirata.org


Después de quedarme en el paro (por “incompatibilidad con mi jefe”, matizaron ellos; “porque si no me voy lo...”, pensé yo), encontrar un camino para que mis manos se abalanzasen de nuevo hambrientas al teclado como antes sucedía convirtió en mi principal preocupación. En un fogonazo, recapacité sobre lo que estoy haciendo en este instante, lo mismo exactamente que durante la mayor parte de los días en la última década: escribir. De momento, cambia la temática. Y tengo que darle las gracias a los enormes Sergio Peris Mencheta y Roberto Álamo, detonadores de la chispa que ha encendido en mí la mecha de lo que antes encontraba como una simple afición, y ahora contemplo con otro aire, más angular: cine, cine, cine; teatro, teatro, teatro. 
 
No obstante, la vida es un todo, donde cualquier cosa tiene cabida.



He tardado, pero al fin mis dedos se deslizan vertiginosos sobre las teclas. Las ideas fluyen. Una, como un torrente: desde entonces, un pensamiento me ha poseído de forma recurrente. No he dejado de darle vueltas a un asunto. Todo, a raíz de ver, de disfrutar en el teatro Palacio Valdés de Avilés el estreno de la obra “Lluvia Constante”, protagonizada por los ya mencionados Roberto Álamo y Sergio Peris Mencheta, probablemente, dos de los actores más en forma del panorama nacional, si no los más (de momento lo dejo ahí). Ellos eliminaron mi timidez y me indujeron a gritar ¡bravo! por primera vez, y a ponerme en pie al final de una actuación magistral que mereció varios minutos de ovación, de pleitesía ante dos titanes. Ellos me han incitado a elucubrar sobre la siguiente reflexión: un posible nexo de unión entre los grandes actores del Hollywood clásico. Las estrellas de la pantalla, aquellas que por sí solas justificaban el pago de la entrada, vehículo esencial para disfrutar de sus películas. Al porqué juntar dos extremos que se encuentran más unidos de lo que parece, se une que justo unos días antes hubiese devorado el libro “Yo soy Espartaco”, en el que Kirk Douglas recuerda los entresijos de ese film mítico, en el que Dalton Trumbo pudo, por fin, recuperar su nombre tras años de persecución, de clandestinidad, de caza de brujas en el paraíso de la libertad. El cine, el mundo de la actuación, se ha puesto a dar vueltas en mi cabeza. Sin parar.

Estrellas de toda la vida


¿Qué tienen en común las megastar masculinas de Hollywood? ¿Los Cary Grant, Henry Fonda, James Stewart, Gary Cooper, John Wayne, Gregory Peck, Kirk Douglas, Burt Lancaster, Marlon Brando o Robert Mitchum? Al margen, claro, de un talento innato desbocado. Creo que se identifican en una cuestión fundamental (nada que ver que, en momentos puntuales, compartieran cartel, o fuesen amigos, o rivales por los papeles más sabrosos). Se iba al cine por verlos a ellos: una peli de tal o cual. Muy pocas veces se pensaba en el director (eso es algo casi contemporáneo, hasta que llegaron los franceses -Cahiers du Cinema-, cambiaron esa apreciación y crearon el concepto de autor). Su presencia en el firmamento atraía a los espectadores, de uno y otro género. Ya fuera el filme bueno o malo, peor o excelso. Su nombre en lo más alto del cartel ejercía de imán, ese mismo magnetismo que ellos irradiaban. Más que estrellas, agujeros negros que acaparaban toda la atención. Dos en la misma escena garantizaba un choque de dimensiones cósmicas, removían energías desconocidas, colisionando en pantalla para regocijo de sus coetáneos que llenaban de punta a punta las salas, y de todos quienes hemos podido acceder a sus actuaciones, convertidas en clásicos del arte universal, años después. Puro deleite. Bendito cine. Se les idealizaba. Los espectadores soñaban con parecerse, imitándolos: su estilo, sus formas; las espectadoras, con que sus hombres se les pareciesen. Al fin y al cabo, con esas premisas se había forjado el cine de los grandes estudios, como bien había descrito Iliah Ehrenburg ya en los años 30 del siglo pasado. El american way of life necesitaba de Adonis y Afroditas que plasmaran, 24 fotogramas por segundo mediante, su superioridad sobre el resto de globo (la colonización cultural merece unos cuantos capítulos aparte).


Cuando pensamos en las grandes estrellas, no se trataba entonces en actores del método (sí Brando, entre los mencionados anteriormente), como buena parte de los que llegarían a posteriori, sobre todo, a raíz de la revolución de los años 70 con el despliegue del New Hollywood (también grandes a su manera, otra manera). Aquellos astros primigenios, primordiales, poseían un instinto natural. Su talento los había preparado para la profesión. Para engrandecer el arte más popular. Pero, y aquí viene mi tesis, su rasgo diferencial se cimentaba en una poderosa presencia física. No una simple belleza o atracción sexual, que también. Sino un aura de fuerza y potencia. Estas se engarzan como el hilo, el pegamento, la pasta que une a todas esas figuras. Altos o bajos, más grandes o más pequeños, judíos o gentiles. Conservadores o liberales. Su rostro transmitía, contagiaba experiencia. Exhalaban vida. Esa vida que a todos los espectadores les hubiese gustado suplantar, vivir por un día (por lo menos, les permitía evadirse durante 90 minutos). Ya fuese un esclavo romano, un pirata, un pescador portugués, un asesino despiadado, un confederado de pasado atormentado, un dandy atrapado por el enredo o un boxeador metido a estibador. Todo su cuerpo era su campo de expresión: desprendían una fuerza descomunal, descontrolada, salvaje. Emanaban instinto. Instinto animal. Bordaban al héroe que querríamos tener siempre a nuestro lado para defendernos de la injusticia, e inquietaban como el que más si se ponían (no todos se atrevían, eso sí), bajo la piel de un sanguinario. 
 
¿Quién no se conmueve con Anthony Queen dando lecciones fotograma a fotograma en “Zorba el griego”, su risa poderosa, su contención o una expansión irrefrenable? ¿Y no concita la misma credibilidad mientras da réplica a un Kirk Douglas supurante de odio por todos sus poros mientras busca justicia en “El último tren a Gun Hill”? Douglas y Queen dejan su huella imborrable en el celuloide, intachables, reconocibles en cada una de sus películas pero, igualmente, poseedores de una versatilidad innata. ¿Y los 190 centímetros de John Wayne en dos obras maestras de John Ford como “Centauros del desierto” y “El hombre tranquilo”? Decían de Marion que, como actor, manejaba dos registros: subido al caballo y a pie. ¿Alguien se imagina esas dos joyas, a ese odiseico Ethan y al Sean Thornton que huye de su pasado en busca de su raíz, con otro rostro? Solo Wayne habría sido capaz de darles vida, en una interpretación agarrada a las entrañas (y quizás vaporizada en bourbon, cervezas y cigarros). Habrían de ser otros los que teorizasen sobre esa forma de trabajar, pero de ellos surgía con la más absoluta naturalidad.
Otro de esos combates inolvidables lo protagonizaron Peck y Mitchum en “El cabo del terror”: la integridad miraba a los ojos a las tinieblas, el bien y el mal, sacudiendo en sus butacas a los espectadores. Sí, el mismo Mitchum débil, casi desvalido, como sheriff alcohólico en “El Dorado” (o de perturbador en “La noche del cazador”), ante un Peck erigido para siempre en estandarte de la integridad, paradigma universal establecido para siempre en la mágica “Matar a un ruiseñor”. 

Actores que devoraban la cámara. Que llenaban por sí solos el ancho de aquellas pantallas de cinemascope que maldijeron los pioneros hasta que le exprimieron todo el jugo. ACTORES con mayúsculas, que interpretaban con todo su ser.

Roberto Álamo y Sergio Peris Mencheta, duelo de titanes


¿Es atrevido calificar a Roberto Álamo y Sergio Peris Mencheta como deudores, o herederos directos de esos titanes? No. Se trata de dos intérpretes diferentes entre sí. Quizás, hasta beban de fuentes divergentes, o al contrario, hayan mamado de la misma, no lo sé. A Roberto Álamo tuve la suerte de verlo en aquel Marat Sade montado por un Animalario ya crepuscular, en el que Alberto San Juan centraba el protagonismo de un reparto coral; y por cuestiones laborales me quedé con ganas de saborearlo en el papel de un atormentado Urtain que todo el mundo elogió, y por el que recogió críticas excelentes y premios. En la pequeña pantalla se sube a un fantástico siglo de oro en “Águila roja”.
Mi primer recuerdo de Sergio Peris es, lejos queda ya, de “Al salir de clase”, y llega hasta la televisión actual en Isabel. Pero sobre las tablas, solo tenía una referencia, bien reciente, y asimismo turbadora y agigantada: en una coral “Julio César”, a la que pude asistir en el avilesino auditorio del Centro Niemeyer este mismo verano. Allí, el ex jugador de rugbi sobresalía entre grandes, como Tristán Ulloa o Mario Gas. Su alegato como Marco Antonio se metía a los espectadores en el bolsillo.

Quizás pueda parecer una osadía, insisto, pero en sus personales estilos (entiendo como más técnico el de Álamo, y más instintivo el de Peris Mencheta), entroncan con los clásicos. Exponen su talento e imponen su presencia. Su estar apabulla. Y la adaptación de David Serrano de “Lluvia constante” les permite demostrarlo desde el minuto uno, cuando interpelan a los presentes como si tal cosa. Ahora mismo es inimaginable con otras caras. No sería exagerado cuestionar que Hugh Jackman y Daniel Craig, quienes se habían puesto en la piel de los mismos personajes en Broadway, fuesen más creíbles que nuestra pareja nacional. Los nuestros no tienen nada que envidiar en este duro drama policíaco a dos intérpretes tan reconocidos. Imposible juzgar lo que no se ha visto, claro está. Así, centrados en Peris y Álamo, es sencillo afirmar que nacieron para darse el pie el uno al otro mientras recrean dos personajes atormentados. Logran que al terminar la sesión el desasosiego se amarre al espectador. Es teatro directo a la mandíbula. Un fortísimo puñetazo a las conciencias.

El carácter del personaje que interpreta Álamo, Dani, no deja indiferente: remueve las entrañas, inquieta. “¡Ese tío tiene que ser así!”, podría comentar cualquiera que saliese de la sala. Uno se lo cree. ¡Cómo no hacerlo! Impone y amedrenta. Consigue que nos encojamos en la silla, empequeñecidos, en tensión... Se sufre con él, nos hace partícipes de sus problemas, que no son pocos ni sencillos. ¡Quiero empatizar, ponerme en su piel! El corazón en vilo no lo permite. Su voz acongoja, pero su presencia, su cara, su cuerpo… Emana poder, pasión, un lado salvaje siempre presente. ¡No quiero verme frente a frente con ese tío! Amedrenta. Verlo, sentirlo, supone un esfuerzo extenuante. No es que sea creíble: ¡es real! La lágrima asoma con sus momentos de debilidad, al desmoronarse, pero una animadversión la impide fluir. ¿Es buena o mala persona? O lo que es peor, ¿importa la disyuntiva?, ¿confluye en él la dualidad? Una pena haberlos espiado desde las alturas, y no haber podido indagar en sus miradas, sentir de cerca que durante los 90 minutos de duelo no estamos ante Roberto Álamo: es ese policía que se jacta de una familia perfecta mientras bromea, procaz, sobre los pechos de una compañera. Y cómo poco a poco va tomando conciencia de que todo lo que había construido, sus certezas, esa aparente fortaleza mental nacida de una violencia en ningún momento escondida, se derrumban como un castillo de naipes sin poder hacer nada para impedirlo...

¿Qué decir de Rodo? Si Álamo interpreta a un perdedor con ínfulas de ganador, Peris Mencheta confecciona con precisión de cirujano a otro outsider. Si Álamo apela a una exuberancia de recursos, él toma el camino opuesto, tal y como necesitan sus papeles. Peris lo hace desde la contención, y con el freno de mano puesto, dibuja a un alcohólico en crisis permanente, consciente y en casi continua recaída. De una falta de carácter que le genera una tácita -y hasta humillante- dependencia de su mejor amigo, y compañero de patrulla, Dani. Pese a todo, es su apoyo, su refugio, mientras envidia el núcleo familiar que su camarada (que trata de ayudarlo a su manera) ha sabido crearse, mientras piensa que es él quien realmente se lo merece y, sin embargo, nada tiene. Es imposible no compadecerse: la vida le ha pasado por encima. No apiadarse mientras se confirman años a la sombra de su compañero, manejado por él, desde críos. Su mejor amigo... Inmediatamente lo colocamos como el bueno de la pareja. Nos creemos su inferioridad, su alcoholismo. Acongojado en una esquina. ¡Cómo ese hombretón puede tener miedo de su amigo, de su furia! Encogido... Y contemplamos su lado oscuro. La envidia tiznada de admiración, se adivina una sombra de oportunismo, de deslealtad. No hay ni buenos ni malos. Peris ofrece un contrapunto perfecto, el policía sensible frente al duro, cuando el otro no es, sino por el seguidismo de este. Y pese a todo, ¡nos identificamos con él! Decimos, ¡pobre tío!

Personajes caramelo


Ambos interpelan al público, buscando complicidad en sus discursos. Destacan sus meticulosas composiciones de dos personajes llenos de aristas. Caramelos que no han dejado escapar, y permiten a los espectadores saborearlos con fruición. En definitiva, Mencheta y Álamo forman parte de esa estirpe de actores cuya portentosa presencia sobre las tablas se convierte en una herramienta indispensable en su arte. No desperdician ni un gramo de su totalidad para redondear su talento desbordante. Herederos por línea directa, por puro merecimiento, de aquellos, los más grandes de siempre. Su sola aparición viste de una fuerza interpretativa descomunal a cada función. En “Lluvia constante”, sus réplicas se alzan en un sostenido in crescendo; sus monólogos rugen desde el averno, mezclan rabia y ternura, generan empatía y rechazo. Huyen de lo fácil sin caer en lo barroco. No quieren complicidad ni complacencia. Todo fluye para envolver al empequeñecido espectador, para llenarlo de tensión, camino del brillante cénit. 
 
Si tienen opción de ver Lluvia constante, no lo duden. Si pueden disfrutar de estos dos titanes en cualquier otra representación, tampoco. Con ellos en el cartel, la entrada adquiere un valor incalculable. Actuaciones sanguíneas. Un chute de teatro en vena.

Postdata


Sin pecar de frívolo, pero esas señoronas todas enjoyadas y emperifolladas que van al teatro para remarcar una especie de estatus social, ¿qué se preguntarían, no entonarían un tierra trágame, un yo vengo aquí para dejarme ver, no para que me hagan escuchar cómo ese policía calvo describe -con la máxima ternura- su noche de sexo con una prostituta que amamanta a su bebé?: “¡qué sacrificios tan dolorosos tengo que hacer para lucir mis perlas! Por Dios, ¿dónde está el teatro de toda la vida?” O quizás no, y su mente es mucho más abierta de lo que su rancia apariencia deja entrever.