domingo, 15 de febrero de 2015

Dos mitos, "en el estanque dorado"


Una generación de grandes actores españoles se apaga. La famosa ley de vida, siempre me decía mi madre. El tiempo. Se fueron los Fernando Fernán Gómez, José Luis López Vázquez, Alfredo Landa, Emma Penella, Amparo Rivelles, Rafaela Aparicio... Una estirpe en extinción. Un puñado aún pisa con fuerza las tablas, se coloca ante una cámara con la experiencia y la sabiduría que solo los años conceden, la sapiencia. Concha Velasco, Juan Diego, José Sacristán, Charo López, los Gutiérrez Caba... Y por supuesto, Lola Herrera y Héctor Alterio. 
 
“En el estanque dorado” ha reunido, como un regalo para los aficionados, a dos mitos de la escena española como Lola Herrera y Héctor Alterio (aunque argentino, es tan español como los españoles acogidos en la Argentina).Realmente, la obra se queda en segundo plano si en el cartel figuran ambos A punto de cumplir los 80 años la dama vallisoletana, con nada menos que 85 abriles su compañero. Dos imanes con una fuerza de atracción única. Las ocasiones para deleitarnos con ellos comenzarán a escasear Por eso, hay que aprovecharlas, saborearlas. Y lanzarse a verlos, disfrutarlos en el escenario. Su talento, su máximo saber.
 

Nosotros no conseguimos entradas en Avilés, y encontramos en Gijón, bastante atrás en el segundo anfiteatro del Jovellanos. No sorprende, por tanto, que hayan llenado en cada teatro al que se han dirigido en su gira con la obra dirigida por otra grande como Magüi Mira, con varias producciones en cartel en este tiempo, con la dificultad que entraña. Y en la que han encontrado réplicas de calidad en Luz Valdenebro, Camilo Rodríguez y un sorprendente Adrián Lamana, para quien cada segundo en escena con los dos astros debe ser una clase magistral que, sin duda, parece aprovechar. Para todos, seguramente (se trata de una opinión, la mía, claro está), cada representación es una clase magistral aprendiendo con la boca abierta de dos actores que aman su profesión hasta el punto de seguir desempeñándola cuando quizás lo más sencillo sería el retiro, el disfrutar. 
 
Confieso que nunca había podido disfrutar de Alterio (me lo perdí, por cuestiones laborales, en su mano a manos con Sacristán en “Dos menos”) ni de Herrera más allá de la televisión o el cine. Eso sí. Tengo que decir que una vez estuve al lado de don Héctor en el Caixa Forum de Madrid, hace unos años, y ni la que hoy es mi mujer, ni yo, por timidez, nos atrevimos a decirle nada (“¿y si no le parece bien?”, nos dijimos).

Lo mejor de la escena.

Disfrutar de “En el estanque dorado” no es más que una excusa para disfrutar de lo mejor de la escena española. De una obra que permite el lucimiento de ambos, excelsos, graciosos, bien compenetrados, incluso improvisando. He leído alguna crítica que calificaba la producción de fácil, de acudir a un camino trillado sin riesgo para atraer al público. No estoy de acuerdo. A quienes que se prestan a pegar el tiro de gracia, se les puede acusar de lo mismo. 

Creo que es necesario recapitular. Estamos hablando del traslado al teatro de una película que tenía su miga. Quiénes lo interpretaban: nada menos que Katharine Hepburn y Henry Fonda como Etel y Norman, o lo que es los mismo, dos dioses del Hollywood clásico, lo más de lo más del star system. Para Fonda, ya enfermo, su última obra, Hepburn aún participaría en alguna más. La película tocaba muchas fibras, como la del padre que nunca se había entendido con su hija (¿tan extraño?). Claro que Hollywwod había determinado que la hija de Henry, una librepensadora Jane Fonda, sería la más capacitada para darle la réplica. ¿No trata la obra de las relaciones paterno filiales? ¿No fueron siempre difíciles las relaciones del mito Henry con sus hijos, que decidieron seguir sus pasos? Y tan difíciles en la película, en la obra, con una hija que se casará con un hombre que trae añadido a un hijo adolescente.

Recuerdo haber visto aquella película hace muchos años, en la cocina de casa de mis abuelos, seguramente una noche de verano, y retransmitida por TVE. Hablo de memoria, y la memoria falla y se amolda al resto de recuerdos, adaptándose a la ideología del sujeto, como siempre recalcaba uno de mis profesores de Historia Contemporánea (de paso, aprovecho para recomendar una joya de la historia oral referida a la Guerra Civil Española, “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”, de Ronald Fraser), es subjetiva, maleable supeditada a las experiencias vitales de los protagonistas.

El montaje es pequeño y grande. De matices, de gestos, de palabras de los dos genios crepusculares. De sus tres acompañantes que deben darle la réplica. La hija, su compañero, el hijo de este. La casa, el lago, la pesca. La historia familiar. El fin de la vida. El miedo al final. Cómo Norman confraterniza con su descubierto nieto, discute con su hija, juega con su yerno, mientras se queja de que cualquier cosa que haga puede ser la última, siempre con la muerte presente. Cómo Etel se coloca en el fiel de la balanza, el contrapeso entre los extremos de su hija y su marido.

“La edad. El miedo. El amor. La soledad,. La risa. La lucha por la vida dentro de una familia. Una isla de esperanza frente al peligro de extinción”, resume la obra.

Cada frase, cada palabra, casa posición en el escenario es un ejemplo... Y con la desgracia de que, ya al final, el micrófono de Lola Herrera falla. Y algún espectador, creyendo que se encuentra en la feria, y no en el teatro, se le ocurre interrumpir a gritos, en plena obra, en medio del trabajo con un estentóreo y extemporáneo “¡no se oye!”. Una, dos veces. Vergúenza entre la ayoría del respetable, y Lola Herrera que tira de recursos, de saber estar y, haciendo de tripas corazón dice: “Tenemos un problema técnico, tenemos que parar y volveremos cuando se solucione”. Uno, dos, cinco minutos de parón. Como si fuese un trabajo repetitivo. Lamentable. Volver a empezar, a coger el ritmo. El enfado de bajar el telón, de comenzar ante un respetable en el que algún que otro especimen aún tiene algo que decir después de haber seccionado el trabajo de los actores (¿es que en el siglo XIX, a comienzos del XX, había micrófonos, o los espectadores de las butacas más lejanas, como la mía, debían aguzar el oído para deleitarse, como hacíamos todos, de la labor de dos astros como Lola Herrera y Héctor Alterio?).

Pero resolvieron la papeleta como lo que son, profesionales con miles de horas de vuelo, de problemas en escena, de obras, y obras, y obras, y públicos mucho más difíciles. Por eso, deleitarse, disfrutar, saborear, agarrar cada minuto de obra de Alterio y Herrera es una necesidad, una oportunidad histórica de colocarse ante lo mejor que la escena española, castellana, ha dado. Aferrarnos a ellos todo el tiempo que sea posible. Aferraos a ellos, id a verlos corriendo, en cuanto tengáis oportunidad. Estáis viendo la historia del teatro desfilar ante vosotros. La entrada bien vale el precio, y cuanto más cerca, mejor.