sábado, 20 de junio de 2015

Ilusión, fragilidad, derrota: El zoo de cristal



Decir Tennessee Williams es decir teatro, y en una subsidiaria mágica, cine. Su nombre genera sonoros ecos clásicos. Su obra, arte con mayúsculas. Brando, Newman, Leigh, Woodward, Kazan... Grandes entre los grandes vestidos y vestidores de personajes ya míticos en el mundo de la interpretación, surgidos de las vivencias, la experiencia vital del dramaturgo que, quizás junto a Arthur Miller, mejor ha retratado la sociedad estadounidense del segundo tercio del siglo pasado. Perdedores. Individuos, viejos y jóvenes, a los que la vida ha echado a un lado casi sin percatarse, apartados, sobrantes. Enormes en su fragilidad, indómitos en su profunda sumisión a un sistema que los atenaza sin notar que sus sueños vuelan precipitados hacia el barranco. Ilusos mientras mantienen la esperanza de un cambio, ese golpe de suerte que no llega. Derrotados. Locos. Vivos. He leído o escuchado hace poco -da igual-, que Williams es uno de los autores más representados en España. Quizás quien lo dice diluye una valoración peyorativa en esa afirmación. Allá el que sea, si piensa de esa manera: que no cuente conmigo para afianzarla. Solo sé que el Centro Niemeyer de Avilés programó ayer “El zoo de cristal”. Y que un buen amante de la dramaturgia, ante la resonancia del maestro de Missisipí, no solo no podría negarse, sino que su deber es gritar un rotundo “¡no me la pierdo!” A ello empujaba con fuerza el cartel, presidido por una inmensa Silvia Marsó en el papel de la matriarca Amanda, acompañada por unos compañeros a la misma altura (lo podrá certificar quien sabiamente decida disfrutar de la función, y aún podrá hacerlo desde el 24 de junio en el teatro Bellas Artes de Madrid), como un fascinante Tom, su hijo, en la piel de Alejandro Aréstegui que jugaba en casa (avilesino); una Laura, su hija, interpretada por Pilar Gil con sutil sensibilidad; y con Carlos García Cortázar como un Jim con alguna que otra vuelta. Qué buena decisión.