sábado, 23 de abril de 2016

El padre. La vida, esa enemiga que se escapa, como mariposas al vuelo...



Los hábitos permiten mantener la cordura en nuestra caótica existencia. Más allá de las aburridas rutinas, ciertas costumbres ayudan a adquirir la coherencia del día a día, a centrarse. Y aunque parezca un contrasentido, a evadirse y dar rienda suelta a los sueños. Como el ritual del teatro, pasado por mi parte a un segundo plano en los últimos meses; y el de la escritura, arrinconado a la par. Antes simbióticos, y por un tiempo desconectados, por fin, han confluido en un cruce al que condujeron caminos sin rumbo aparente. Lo ha conseguido un formidable drama, de los que encogen el corazón y sobrecogen el alma; con espacios de distensión para la risa sobrepuesta a la amargura, momentos para el despiste y la intriga, y por encima de todo, actores que dan vida a la obra en toda su complejidad. Lo ha logrado “El padre” que ayer se estrenó en Avilés para toda España. Un texto de Florian Zeller que está triunfando en un buen número de países. La dirige José Carlos Plaza y gira alrededor de Héctor Alterio (Andrés), el padre del título, a quien da incansable réplica Ana Labordeta (Ana) y el resto del elenco: Zaira Montes (Laura), María González (mujer), Miguel Hermoso (hombre) y Luis Rallo (Pedro). Y ofrece una dosis en vena del mejor teatro contemporáneo, teñido de realidad, producido por Pentación.



Quizás la palabra exacta para definir lo que ocurre en el escenario es angustia. La angustia de vivir. La angustia que genera esa perra en que tantas veces se transforma la vida. La vida en toda su crudeza. Esa faena que, cerca del final, convierte los recuerdos en sombras, a los vivos en fantasmas, a los muertos en presencias, los espacios en vacíos. La angustia de esa maldita peste llamada Alzheimer, que padece el enfermo y sufren los que están a su lado. No ha podido retratarlo con mayor crudeza Zeller, traducirlo Plaza y plasmarlo con maestría Alterio, en el papel de ese padre, Andrés, cuya memoria se difumina, y en una alegoría, se despoja a un tiempo de elementos el escenario, su casa, quizás la de su hija... Y sí, su tiempo, siempre pendiente de su reloj de pulsera, símbolo que le otorga uno de esos asideros que desaparecen a toda máquina. Un Andrés que vive cada vez más en su mundo de recuerdos fugaces, de descubrimientos diarios que se olvidan al minuto y vuelven a surgir, para perderse de nuevo, en una niebla que todo lo envuelve, que todo lo esconde, que juega con él, perversa.

 

Si algo saben bien aquellos a los que esta enfermedad ha tocado de lleno, es que el dolor, el sufrimiento, el peso de los acontecimientos suele recaer muchas veces en una mujer: la hija. Aquí, Ana Labordeta, Ana. Su interpretación funde fragilidad y fortaleza. La fatiga, el no puedo más pero sigo. La duda, el altruismo frente al egoísmo; el cariño y la desesperación. Ana refleja esa consciencia del deterioro del enfermo, de su cuesta abajo, sin poder hacer nada por impedirlo, nada, más que ver crecer la impotencia, sin descansar ella por no verlo descansar a él, el padre, “papaíto”. Escribo esta palabra y las lágrimas me vuelven a nublar los ojos, y los veo fundirse en un abrazo eterno. Mientras ella sueña que lo ve descansar, “con la boca abierta, en paz, dormido”. Y un dilema moral se adueña de su propio ser, y la domina, y le duele, y le estremece tan solo pensarlo. Mientras se dice a sí misma “qué triste es todo”.

En el escenario el tiempo se detiene. Avanza. Se repite. Las lecciones de vida, cómo afrontar ese último tramo que nadie quiere sufrir y al que todos hemos de llegar. Vuelve a empezar. Los personajes son fantasmas que entran y salen de la estancia como espectros de la memoria. En medio del desconcierto, descolocados, sin respuestas, sin certezas. Alterio nos duele, nos duele su confusión, su desubicación progresiva, sus miedos, sus angustias, sus certezas que cambian según se funde una luz del pasado. Nos duele cómo pasa su yerno, un Luis Rallo-Pedro, que por momentos se deshumaniza, en una batalla que sobrepasa a Andrés-Alterio. “Nos coloca en la perspectiva de una mente confusa o, quizás, confundida por los intereses a los que le rodean, nunca lo sabremos”, explica el propio Juan Carlos Plaza. Todos los actores se sincronizan en una danza de entradas y salidas, luces atenuadas, oscuridad. Un baile que no es más que la sinrazón de una enfermedad inmisericorde.

Porque si la razón se escurre, ¿qué es la cordura? ¿A qué se puede aferrar el enfermo, si todo cambia en sí mismo y a su alrededor sin posibilidad de influir, ni para bien ni para mal? Cada segundo una nueva pregunta, otra incógnita. Y todo se convierte en una rutina de novedades, de pérdidas. De sonrisa por una ocurrencia inesperada, de llantos por lagunas insoportables, interminables. Los hilos se entrecruzan para encontrar la coherencia. Y Ana se despierta en una pesadilla, con la vida esfumándose sobre sus manos, “como si las mariposas se fuesen volando”. Y nos queda Héctor Alterio, su personaje lleno de vida vivida, rebosante de ternura. Ese hombre, antaño fuerte y autoritario (“de niña, le tenía miedo”, confiesa Ana) y transformado en un niño dependiente. Un papel hecho a su medida: fortaleza, una cierta intransigencia por no reconocer su necesidad de ayuda mientras despide cuidadora tras cuidadora, por no reconocerse enfermo. De las escasas certezas a la confusión sin remedio. Reflejo fiel, revés de vida, de la perra vida que apaga la existencia de quienes más queremos y cuando más los necesitamos, sin darnos cuenta.

Todo aquel que quiera darse un baño de realidad dentro de la realidad difusa que es la mente de un anciano al que la memoria traiciona. Que quiera reír, pero sobre todo emocionarse, doler, sentir, vivir, tiene una cita inexcusable. Alterio lo merece, un gigante del que saborear cada uno de los instantes que regala; Ana Labordeta lo merece, sostenedora de esa familia tan pequeña. Todo el elenco, brillante en ese balancín de luces y sombras, juego de engaños en busca de un asidero. Y preparen los pañuelos, pues el llanto, tantas vece necesario, es en este caso, en "El padre", catárquico. El teatro Palacio Valdés los despidió con una larga y sonora ovación. Que los vientos les sean propicios en la nueva aventura que inician desde este rincón al norte del norte al que regalaron su primera vez.