lunes, 4 de septiembre de 2017

Stalker. Ciencia ficción en la mirada única de Andrei Tarkovski



Este blog nació con vocación teatrera, que cumplo en canto la economía y el tiempo libre me lo permiten, pero también peliculera, a la que hasta hoy no había comenzado a dar rienda suelta. Y he querido comenzar, demasiado tiempo después de pensarlo por primera vez, con una película que me impactó, vista después de devorar la novela en la que se inspira, “Pícnic extraterrestre”, de los hermanos Strugatski, editada en España por Gigamesh. Ellos mismos firmaron el guión, tan diferente, de 'Stalker', una obra cumbre de la ciencia ficción, realizada por uno de los directores más especiales y diferentes, el soviético (como los escritores) de Andrei Tarkovksi. Uno de esos raros autores capaces de crear universos propios, continuamente imitados, repetidos, plagiados hasta nuestros días. Sí, ciencia ficción, apenas una etiqueta para una obra tan grande como inclasificable, llegada desde el otro lado del telón de acero.



Aún hay quien maltrata la ciencia ficción como un género menor, tanto en su vertiente literaria como, más aún, en la cinematográfica, considerada un simple divertimento, espectáculo por el espectáculo para el lucimiento de cada vez más caros, y digitales, efectos especiales. Claro que si se tienen en cuenta algunos de los engendros que últimamente han sido encuadrados en la materia, se podría decir que tampoco andarían tan desencaminados. Y sin embargo, la ciencia ficción permite una libertad creativa tal, capaz de algunas de las elucubraciones más elaboradas sobre el género humano y su razón de ser, filosofar sobre el presente y el futuro de la especie, como ningún otro género, llevándolo a futuros inciertos, distopías tenebrosas, utopías inquietantes, historia ficción. Desde el mundo occidental llegan obras cumbre como Blade Runner, “todos estos recuerdos se perderán para siempre, como lágrimas en la lluvia”, decía en contrapicado el replicante Nexus en su encuentro directo con la muerte. O 2001, el gran clásico de Stanley Kubrik, con temas parecidos, el origen sintético de la inteligencia, el temor a lo desconocido, el miedo a la pérdida de la conciencia, de la consciencia.



'Stalker', estrenada en 1979, cosecha de la productora soviética Mosfilm, protagonizada por  Aleksandr Kaidanovsky, Anatoly Solonitsyn, Nikolai Grinko, Natalya Abramova y Alisa Freyndlikh. Con una duración de 161 minutos, tuvo que ser rehecha después de que un fallo en la sala de revelado diese al traste con buena parte del metraje cuando la película estaba prácticamente terminada, permite interpretaciones a la medida de cualquier espectador, sin necesidad del paso previo de leer la novela. Los hermanos Strugatski, que habían modificado una y otra vez el guión, fueron requeridos para un último cambio. Así lo recuerda Arkadi, en el libro 'Acerca de Andrei Tarkovski' (Jaguar, 2001):

“¿Cómo debería ser Stalker en el nuevo guión?”
“No lo sé; tú eres el autor, no yo”.
Ya veo. En realidad no podía ver nada, pero era lo normal entonces. Pero antes de que comenzara el trabajo nos quedó muy claro a mí y a mi hermano que si Tarkovski comete errores, son errores brillantes, y valen lo que una docena de correctas decisiones de directores normales.
Le pregunté apresurado:
“¡Escucha Andrei, ¿para qué necesitas la ciencia ficción en la película? ¡Eliminémosla!”
Sonrió de la forma que lo hace un gato que se acaba de comer el loro de su dueño.
¡Eso es! ¡Por fin los has dicho! He estado deseando oírtelo hace mucho tiempo, aunque tenía miedo de sugerírtelo por si te molestabas!”. 
 

Así pues, tenemos una película que nace como ciencia ficción cuyo director pide a sus guionistas, autores de la novela de ciencia ficción, que eliminen la ciencia ficción del guión. Todo un galimatías. ¡Y sin embargo sigue siendo una obra cumbre del género! Así como del séptimo arte.

Con el cambio, obligado, y que le otorga a Tarkovski toda la libertad que necesitaba para desarrollar su torrente de imágenes, la película se estructura en dos partes. La vida, la realidad, transcurre en penumbra, desdibujada en un decadente, oscuro, tétrico blanco y negro. La Zona, muerta en apariencia, lugar de prodigios, en la escala de lo siniestro a lo maravilloso, muda al más vívido color.




Un escritor, un científico, un stalker. Rostros. Primeros planos, planos medios. Caras gastadas, vidas tronzadas, rotas, desapegadas. Sufrimiento. Experiencia. Las tuercas, los tornillos, las carga el diablo (quién sabe si el mismo que se le aparecía en su locura a Bulgákov, en sus extáticas pesadillas estalinistas).



¿Qué significado alcanza la Zona para los Strugatski, que vieron alzarse contra ellos la sinrazón de la censura; qué significado para Tarkovski, con los maestros de Leningrado al pie del guión? En busca de la piedra filosofal. De la inspiración. De la sabiduría. De una vida nueva.



Humedad. Niebla. Sudor, olor, miedo. Suciedad. La Zona mancha y su marca se confirma indeleble. Para la conciencia. Pero no solo. Y si no, que se lo digan a Tití, la hija del Stalker sin nombre en la película, Redrick en la novela.

El paisaje lunar, despiadadamente apocalíptico, herrumbre, ruina, es el de la vida. Espectros animados. El exuberante, el de la muerte, apagadas y brillantes miradas. El del pícnic, la fiesta extraterrestre que sembró, ¿de forma aleatoria?, el planeta con regalos de creación y aniquilación.



Entramos en la fábrica. Llegan las reglas, los riesgos. El que se las salta, quien las obvie, pierde. Calma. Contraluces. Qué contraste con Kubrik y la limpieza, casi de hospital, casi aséptica, que reluce en 2001 en todo su esplendor. Parecido, muy parecido, a los relatos y novelas de C. Clarke. Y sin embargo, en la URSS, los Strugatski se permitían el lujo de mostrar las miserias, como ellos mismos referirían, del mundo capitalista: la codicia, la basura, la inmundicia que todo lo impregna allá donde el dinero todo lo compra.

Quizás sea una alegoría a lo por ellos conocido. Pero la libre interpretación de cada espectador permite elegir destino, meta. Y si ellos dicen Canadá, o una ciudad del Medio Oeste yanki, por qué no centrarse ahí, en esas miserias tan soslayadas, arrinconadas a un suelto en una esquina inferior, por los mass media.

Y esos primeros planos. La incertidumbre, la duda. La áspera barba de los primeros días. Casi retratos sacados de un wenster. 


 
Y el agua. Siempre el agua. La magia de las apariciones inesperadas, de los papeles, los objetos sepultados en el fluido vital. El agua y Tarkovksi.

Diálogos que son largos monólogos. Soliloquios de honda reflexión: la vida, el libre albedrío. La represión, propia, ajena.



Los sueños que se pueden cumplir. La habitación concede todos los deseos. Qué pedirle al genio, al djin. ¿Ser benefactor? ¿Ser egoísta? El bien de uno por el bien de todos. La pugna dialéctica. Elegir. Lanzar a la muerte o a la gloria.

La oscuridad y el agua. Omnipresente. Quizás haya quien sepa descifrar el código planteado por Tarkovski, las referencias de las apariciones animales. El cuervo, el perro fiel. La arena que seca la inundación.



Puertas, ventanas que se abren a lo cerrado, no conducen más que al interior. Encerrados en sí mismos.

Desaparecen las leyes, las humanas, las de la física. Y de repente, ecce homo, he aquí el hombre. "Ahora el presente y el futuro son lo mismo".



Se acerca la destrucción del sueño. La glorificación del yo intelectual frente al yo de acción: al pragmático, al trabajador. La lucha entre dos antagonistas que no son más que uno.
Todo para obviar la trituradora. La picadora de osados. Que salva ese científico que quiere cortar de raíz las distorsiones, la magia (para una civilización atrasada, la tecnología de una muy avanzada solo puede interpretarse en el orden de lo mágico, como decía C. Clarke).

Y al final vida. Nueva. Esperanza, color. Una niña. Mutante. Tití.